La proximidad de las vacaciones por excelencia –las de agosto- generan una costumbre que aborrezco. Llámenme asocial, radical, sociopata, fundamentalista o mongolo, pero las cenas de empresa me descomponen los intestinos y fomentan mi desconfianza hacia la especie humana. De hecho, hace tiempo que decidí no enredarme con mis compañeros de trabajo fuera del perímetro laboral, por muy buena relación que pueda tener con ellos.
Las cenas de empresa comienzan dos semanas antes del evento y finalizan otras dos semanas después. El tema suele arrancar con un correo que, como los panes y los peces, alcanza una considerable progresión geométrica en cuestión de pocos días. Si hay algo realmente dañino en las múltiples opciones que ofrece ese negrero virtual llamado Outlook es esa denominada “responder a todos”. Calculen ustedes los correos que pueden generar diez personas utilizando al unísono la dichosa opción. Los primeros conflictos ya se generan en esta fase porque la elección del restaurante es casi siempre un punto de desencuentro: mesones en la otra punta de la ciudad, inconfundibles asadores castellanos atendidos por personal ecuatoriano y/o paquistaní, pizzerías que atentan contra el buen gusto y las disposiciones del Ministerio de Sanidad, llesquerías que sirven torradas de medio metro cuadrado acompañadas de quince gramos de loncha de jamón prácticamente crudo, buffets invadidos por alemanes al borde de la úlcera solar de primer grado… Una vez barajadas y rechazadas infinidad de posibilidades y bizarras combinaciones se suele elegir el restaurante terminal camuflado de restaurante de diseño o el muy español restaurante moderno de tapas donde se exige a los comensales un ejercicio de equilibrio gastromatemático que consiste en repartir de una manera equitativa cinco gambas entre doce bocas.
En realidad, el tipo de restaurante importa bien poco la mayoría de las veces porque a lo que en realidad se apunta uno a este tipo de cenas es para beber, mejor dicho para abrevar, sin control y con dispensa, como en las bodas. Y como existe el riesgo de que la estupenda sangría con la que se regarán las croquetas de jamón con suspiro de melón pueda quedar corta, algunos comensales se curarán en salud y quedarán una hora u hora y media antes en cualquier bar para tomar unas cañitas, con lo que la llegada al restaurante donde se ha quedado son los demás suele ser de lo más español: triunfal y a deshora, como es de recibo y porque un día es un día, coño.
Durante el resto de la cena continúa la ingesta desmesurada de sangría especial de la casa en combinación con la más exclusiva fritanga (esa que se elabora con el aceite de hace dos semanas, de ahí que las croquetas y los buñuelos tengan ese regustillo a chipirones que tanto les agrada) Nótese, además, la proporcionalidad del aumento del consumo de fritanga con el incremento del número de jarras de sangría sobre la mesa. Y puestos a reparar… ¿quién no ha reparado nunca en el listillo que pide el vino más caro porque el importe de la cena se abonará a escote?
Y para rematar la cena chupitos. Pero chupitos de los buenos, no vayan ustedes a pensar que no se va a reparar en gastos, y por ello las jarras de homemade sangría serán sustituidas por chupitos de licor de melocotón, de manzana o de kiwi y, cómo no, el ya tradicional, y no por ello malo, chupito de J&B o de Ballantine’s. Esto dice mucho de la cultura alcohólica de nuestro país (y si el vino español, con todo lo bueno que es, no se conoce allende los Pirineos es señal del escaso acervo cultural de los extranjeros en cuanto a bebida) Read the rest of this entry ?